sábado, 7 de marzo de 2015

Trascendental



Creo que fue en noviembre cuando empezó el declive. Los días grises combinados con la nostalgia que desde hace años siento que acompaña a las navidades –que por entonces estaban a la vuelta de la esquina-, no son el mejor cóctel para elevar unos ánimos ya tocados desde la vuelta de las vacaciones de verano.



Hablando con mi madre de los planes para las fiestas, invariables año tras año y de la pereza que éstos me producían, me preguntó qué pediría por Reyes:

- Pues no sé. Nada. Tengo de todo, no hay nada que me haga especial ilusión. Lo que quieran Sus Majestades – le dije.
- ¡A ver si te crees que cuando eres mayor y lo tienes todo te van a regalar cosas que te hagan ilusión! Los Reyes te traerán cosas prácticas – me contestó.
- ¿Eso es lo que pasa cuando te haces mayor, que ya no hay espacio para la ilusión y sólo queda la rutina y cosas prácticas?
- Hija, lo que queda es esa rutina que tampoco está tan mal, y las pequeñas cosas de la vida. Y regalos como calcetines, bragas o colonia, que siempre vienen bien.
Cuánto deseé volver a ser una niña ante una realidad tan poco sugerente.

***

Coincidí con mi primer novio y la que era su pandilla años ha, en una de las típicas reuniones navideñas. Veintidós años después, aquellos chicos de entonces se habían convertido en señores calvos, barrigones, bastante desmejorados y difícilmente reconocibles. El paso del tiempo parecía haber sido en cambio más benevolente con las chicas del grupo:
- Oye Rita, estás estupenda. Pero ¿qué ha sido de tu vida, te has casado, has tenido hijos? – me preguntaron todos.
- Pues no, la verdad es que no he hecho nada de eso. De hecho ni si quiera tengo un trabajo estable y vivo en un piso de alquiler, ahora compartido por cierto – tuve que responder.
- Ahh…

Recuerdo volver a casa aquella noche con cierta sensación de frustración, dándole vueltas a la idea de si lo único relevante que se podía haber hecho a lo largo de tantos años era formar una familia y procrear, tener una hipoteca y un trabajo formal para pagarla. ¿Y qué narices he hecho yo entonces?

***

Cuando era pequeña estaba convencida de que a los 25 años ya habría formado mi propia familia, con hijos adoptados de distintas nacionalidades incluidos. Aunque no tenía ni idea de a qué me dedicaría exactamente, me veía como una persona con éxito, y los primeros millones de pesetas que iba a amasar, soñaba con invertirlos en montar un albergue para animales abandonados. Como a todos, me enseñaron que a la gente buena le pasaban cosas buenas, y que si trabajaba y me esforzaba mucho, lograría mis metas.
Al llegar a la mediana edad a uno se le presupone maduro, con las ideas claras, la vida profesional asentada y la personal encarrilada y con un buen puñado de proyectos satisfechos.
Sin embargo me di cuenta de que tras casi cuatro décadas, a estas alturas mi vida no tenía nada que ver ni con todo eso que se me presuponía por edad, ni con aquello que me había imaginado.
Tras aquel encuentro con la pandilla de mi adolescencia, además de reflexionar sobre lo que había hecho hasta ahora, empecé a cuestionarme si los demás habrían sabido aprovechar mejor la vida que yo.

***

El 31 de diciembre amanecí enfadada no sé si conmigo o con el mundo, pero decidí no llevar a cabo ninguno de los rituales que solía hacer cada fin de año para atraer salud, dinero, amor o buena suerte. Para qué, si nunca habían funcionado realmente.
Al día siguiente mi madre ingresaba en el hospital por una insuficiencia respiratoria, mi perro esperaba desde hacía días fecha de intervención para quitarle un tumor maligno, mi hermana se retorcía del dolor por un herpes que le cubría la cara, y yo me cagaba en la vida desde la cama, enferma primero por faringitis aguda, después por una gripe que vino acompañada de una fiebre que duró una semana, y cuando apenas empezaba a recuperarme, por una gastroenteritis. - ¿Bienvenido, 2015? – me dije.

- ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Para qué estoy aquí? ¿De qué sirve estar si no me gusta lo que tengo? – me preguntaba en mis delirios febriles entrando en un bucle sin salida. Mis desvaríos acerca de todas las cosas que había dejado de hacer, se parecían más bien a los remordimientos en los estertores de la muerte.

Aunque las cosas marchaban más o menos bien una vez que los míos y yo superamos nuestros problemas de salud, tenía una sensación de insatisfacción generalizada, de aburrimiento constante, de no entender el propósito de una vida que ni si quiera había pedido, y eso me hacía sentirme profundamente egoísta y desagradecida.

Siendo consciente de mi mortalidad y sabiendo que es imposible volver a atrás en el tiempo, de repente me entraron las prisas y pensé que necesitaba hacer algo más con mi vida, pero no tenía claro el qué. Al caer en la cuenta de que los años habían pasado en un pis pas y que la vida no daba para todo, la sensación era que llegaba ya tarde para muchas cosas, porque el tiempo es limitado pero los deseos pueden ser infinitos. El futuro era ahora, y lo peor es que me encontraba cansada física y psicológicamente hablando, agotada emocionalmente como para hacer algo con él que mereciese realmente la pena

- ¿Por qué no me haces un hijo? Tú sólo tendrías que poner la semilla – le sugerí en un arrebato a un amigo pensando que igual era eso lo que me faltaba. Su gesto de estupefacción lo dijo todo.
- Ole tú y tu coño. Deja de pensar solo en ti misma, ¿no?

Tenía toda la razón del mundo, y la verdad es que empezaba a hartarme de mi ombliguismo y del autoconocimiento en el que llevo centrada tantos años, y seguramente era el momento de mirar más allá. ¿Y si no era el ego lo que me picaba, sino el alma la que me llamaba?

Si no habría hijo en el que volcar la mirada, tendría que pensar en otro objetivo que fuera igual o más relevante, como misión de vida. Se me pasó por la cabeza dejarlo todo y marcharme de cooperante a África; quizá me vendría bien también volver a valorar algo tan simple como tener agua potable saliendo del grifo para poder reírme de mis pequeños problemas del primer mundo y disfrutar de todo lo que me rodeaba. Pero me venía a la mente ese proverbio hindú que dice que “Si no eres feliz con lo que tienes, tampoco lo serás con lo que te falta”. – Mal, así vamos mal, Rita – me repetía. Anhelaba estar de servicio, ponerme en acción para hacer algo diferente, servir para algo, pero no tenía ni la más remota idea sobre lo que podía aportar ni por qué eso sería importante.

El futuro acojonaba y el miedo me paralizaba.

Si el país estaba en crisis, yo también. Lo mío era una especie de fiebre primaveral en pleno invierno, una sensación de letargo, de desequilibrio, y una Señora Depresión creciente. Atrapada en una vida vacía, insípida y aburrida, y agotada por no saber qué meta perseguir para alcanzar la realización personal. Creo que era Cortázar el que decía que “el peor sentimiento es no saber si esperar un poco más o rendirse”. Yo ya no quería tener un final feliz, sino serlo en ese momento, y como no lo era, decidí que era el momento de tirar la toalla. - ¡Me rindo, me he cansado de la vida! – le anuncié a mis amigos.

Lo peor de vivir una tristeza sin fundamentos, es que cuando la compartes, puede que tu entorno no te comprenda e incluso algunos resten valor al dolor juzgándolo de superficial. Tras un gabinete urgente de crisis con los amigos más íntimos, y viéndome que tendría que acabar medicándome si no tomaba cartas en el asunto porque aquello no era normal, seguí su consejo y llamé a la que durante muchos años había sido mi psicóloga.

- No es tan grave: Toc, toc. La crisis existencial de los cuarenta ha llamado a tu puerta – me dijo.

Es cierto que últimamente había notado que me preocupaban más mis arruguitas, mis carnes colganderas y las canas que no sólo empezaban a cubrir mi cabeza, sino otra parte de mi cuerpo y que para mí suponían el horror, el inicio del fin y de la decadencia. A partir de ese momento, parecía que todo sería ir cuesta abajo. Como buena desequilibrada que siempre me he considerado, no me extraña que también me tocase vivir ese bache, una crisis personal y existencial con todas sus letras, pero sonaba tan absurdo... A fin de cuentas todo mi tormento se reducía al típico “nunca he plantado un árbol, no he escrito un libro ni he tenido ningún hijo”; al deseo de trascender antes de morir.

Los diagnósticos siempre me han tranquilizado, eso sí, así que me puse a investigar sobre el tema. Una crisis existencial es un problema muy corriente que puede aparecer cuando las respuestas a ciertas preguntas sobre el significado y el propósito de la vida y sobre nuestra función en ella, no nos resultan satisfactorias y, por lo tanto, no nos permiten encontrar la paz interior. Son diversos los motivos que pueden generarla, y existen explicaciones científicas, sociales, espirituales y fatalistas al respecto. O te pasa porque sí.
Un estudio científico demuestra que existe la crisis de los 30, la de los 40 y la de cualquier edad que termine en cero, pero se producen antes del temido cumpleaños. De acuerdo con los resultados, la crisis de los 30 se convierte en la de los 29, y la de los 40 es en realidad la de los 39, y cada diez años nos suele dar la neura. La buena noticia es que las crisis existenciales son sinónimo de crecimiento, ya que gracias a ella reflexionamos, evaluamos alternativas, cambiamos conductas y nos planteamos nuevos objetivos en la vida.

Pues bien: para afrontar esta crisis he empezado a hacer lo que dicen los manuales y los expertos. He intentado mentalizarme de que eso de la edad es un estado mental, volviendo a salir de juerga nocturna alevosa para constatar a la mañana siguiente, mientras me tomo ibuprofeno a discreción, que los años pasan factura y que necesito dos días para recuperarme, pero qué bien lo pasemoh. Me he propuesto viajar más y saborear esas pequeñas cosas que me hacen gracia, empezar a hacer sesiones de meditación, decir más “gracias” y “por favor” que son gratis, y "perdón", particularmente a los que siguen a mi lado a pesar de todo. Yo que odiaba tanto las clases de gimnasia que siempre llevaba un justificante de mi madre -real o falsificado- para librarme de esa tortura llamada educación física, que nunca he practicado más deporte que el soffing o la "barra fija", pretendo a mis años transformar mis colgajos en músculo y me he apuntado a un gimnasio. Oficialmente he dejado de fumar, he modificado la decoración de mi dormitorio y me he cortado el pelo. Puede que sólo sean parches y que así contado suene muy superficial, pero de momento está funcionando.

***

En una de mis noches de juerga, conocí a un chico al que le fascinó mi trabajo como actriz de doblaje:
- ¿Te das cuenta de que esas grabaciones con tu voz perdurarán en el tiempo y que están al alcance de millones de personas que ya te habrán escuchado? Tiene que ser guay lo que haces, y poder trascender en la vida por tu trabajo – me dijo.

Quizá mi concepto sobre lo que es la vida estaba equivocado. Lo que tengo y lo que soy tampoco está tan mal, y ahora cuando me pregunto qué he hecho en estos 39 años de existencia tengo otra respuesta: vivir, que no es poco. And I did it my way.