miércoles, 2 de julio de 2014

Superguay


Martín, mi mejor amigo, que está de vacaciones en una ciudad europea con su amor, me ha enviado por whatsapp una foto de ambos frente a un bar, porque se han acordado de mí al leer el nombre del establecimiento.  El bar frente al que posan, se llama “Putica”.

Nuestra amistad es de lo más natural y espontánea, no necesitamos fingir y nos podemos permitir licencias de ese tipo.

Le pregunto que qué tal les va, y me responde que “muy bien, muy romántico”. Y a mí, que vengo de ver al hijo recién nacido de una amiga del cole, me sale pedirle que aprovechen y me traigan un “sobrino”. – Bueno, o si no ¡pídele matrimonio!- le escribí.

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Cuando coincidí con Martín en unas clases de teatro, nos caímos bien, pero no llegamos a hacer migas como para que se fraguase una amistad. - ¡Es que no veas lo que me imponías! – me suele recordar.

Martín por aquel entonces salía con Vega, a la que también conocí porque a menudo le iba a buscar a clase. Para mí eran la típica pareja de veinteañeros tiernos e inocentes, que se enamora en el instituto y que hace planes y sueña con seguir juntos hasta el fin de sus días. De hecho, pasados unos meses desde que finalizara aquel curso de teatro, decidieron marcharse a vivir a Barcelona con la intención de probar suerte y forjarse una nueva vida allí.
Durante ese periodo, mantuvimos el contacto telefónico con llamadas puntuales cada cierto tiempo, en las que nos actualizábamos sobre nuestros progresos en el mundo de la interpretación. Pronto a él empezaron a irle las cosas muy bien en el terreno profesional; no tanto a ella, por lo que su relación se fue resquebrajando.

Por circunstancias de la vida, con el tiempo también acabé mudándome a Barcelona. Cuando llegué a la ciudad condal, el noviazgo de Martín y Vega acababa de romperse y ella había regresado a Madrid. Al acabar de romper una relación de casi siete años, él se encontraba en un momento personal bastante delicado en el que necesitaba recolocar todo; pero no dudó en ofrecerme su apoyo para que pudiera abrirme camino en aquella ciudad, empezando por acogerme en su casa de manera temporal.

Tomamos la buena costumbre de rematar muchas noches con sobremesas interminables en las que no faltaban ni el vino ni las risas. Martín era (y es) una fuente inagotable de ingenio, y juntos formamos un buen equipo. El inevitable cariño que surge con el roce, y con el aderezo del alcohol, contribuyó a que acabásemos enredándonos entre las sábanas en más de una ocasión, y que pasásemos a ser compañeros de piso con una relación extraña de mucho amor, mucho cariño, mucha compenetración y admiración, respeto, y algún que otro revolcón. Pero sin las mariposas en el estómago y dosificado a la conveniencia de ambos.

Una noche en la que volvíamos a casa de salir de fiesta con mis amigas, me confesó que estaba empezando a sentir algo por una persona, pero que “aquello no podía ser”, según repetía una y otra vez.

- ¿Quién es, Martín? ¿La conozco? – le pregunté.
- No te lo puedo decir. Claro que conoces a esa persona, es del grupo. ¡Pero es que no puede ser, no puede ser!
- ¿Pero quién? – le increpé - ¿Es Lucía? ¿Leonor? ¿No será Manuela?
- No, ninguna de ellas. No me insistas más que no te lo voy a decir. No puede ser, así que…

Confundida como estaba por lo que sentía hacia Martín, durante varios días estuve analizando la situación. – Nos queremos, nos echamos de menos, nos buscamos, nos entendemos, nos reímos y nos lo montamos de puta madre en la cama, no siento que esté enamorada, pero ¿y si no siempre te enamoras de la misma manera y con la edad los sentimientos no son tan viscerales? – me planteaba. Porque además no podían ser casualidad detalles como que su olor me recordase tanto a mi padre, que supiera responder a la cantinela del “me quieres, alfileres; me adoras, lavadoras; me ajuntas, sacapuntas” que me enseñó mi madre y que no volví a escuchar hasta conocer a Martín, y otros muchos lugares comunes en nuestras vidas y muchos sueños compartidos. Aquello era una señal de que era a él a quien tanto tiempo llevaba buscando.

Esa noche no había más amigas presentes susceptibles de haberle entrado por el ojo a Martín; de hecho conociéndole, estaba casi segura de que ninguna de ellas podía ser su tipo, así que entonces sólo cabía la posibilidad de que estuviera refiriéndose a mí. Seguramente él también estaba confundido con lo que había surgido entre nosotros y le descolocaba la manera inesperada en la que se habían desarrollado los acontecimientos, porque sin darnos cuenta nos habíamos convertido en dos personas que lo compartían todo, que se gustaban y se necesitaban de alguna manera. El hecho de ser compañeros de piso y de no haber pasado por el luto necesario que requiere una relación tan larga, quizá lo hacía todo más complicado. Por eso no podía ser, como él decía. 

Tendríamos que aclararlo, porque quizá sí podía ser.

Días más tarde, entre caipiriñas, a Martín se le ocurrió sacar las cartas del tarot para leerme el futuro.

- Pero si tú no sabes – le dije yo.
- Claro que sí. Me enseñó la abuela de Vega, pero desde que se murió, no me he vuelto a atrever a echarlas. Me da algo así como respeto – contestó. – Pero hoy me apetece hacerlo.

De manera muy profesional empezó a barajar las cartas.

- Corta aquí. Piensa en lo que quieres preguntar. Escoge un montón. Ahora dame nueve cartas.

Empezó a voltearlas y a colocarlas formando una cruz, y al lado derecho otra hilera de cartas. A medida que las iba descubriendo, asentía, como si los dibujos de los arcanos estuvieran confirmándole cosas que ya sabía.

- Veo una figura de un hombre… es alguien muy importante para ti. Esta persona ha llegado recientemente a tu vida, y se ha convertido en un pilar fundamental. Pero las cartas me dicen que esa persona te ve como una amiga, y tú sin embargo le ves como algo más. ¿No ves esta carta, que sale uno como vestido de príncipe? – Yo no podía salir de mi asombro. – Espera, es que creo que la persona que sale en las cartas soy yo – dijo Martín.

No pude más que hacerme pequeñita en el sofá y romper a llorar porque el estúpido tarot había desvelado el secreto que llevaba días preocupándome y sobre el que no había sacado ninguna conclusión. Martín en cambió respondió con una carcajada sonora:

- ¡Has picado, pringada! No tengo ni idea de echar las cartas, me lo he inventado todo para tirarte de la lengua.

Indignada le recriminé que hubiera jugado tan sucio, porque yo no tenía claro lo que sentía y al desvelar todo eso, sabía que la situación en casa iba a hacerse incómoda. Quid pro quo – pensé. – Ahora tendrás que sincerarte y decirme quién es la persona que te gusta, me lo debes – le espeté entre lágrimas.

- Lo siento, estaba de broma, no quería que te lo tomases así, pero llevaba un tiempo dándole vueltas y no quisiera que te equivocases con lo que somos… Joder, es verdad, debería sincerarme contigo.
- Bien. Si no es Manuela, ni Lucía, ni Leonor ni yo, ¿quién coño es? Porque allí no había nadie más, aparte de Juan (el novio de Manuela).

Martín agachó la cabeza, como si estuviese reconociéndolo. Mi reacción no fue otra que la de cruzarle la cara, al tiempo que le gritaba que se fuera a mentirle a su puta madre. Entonces fue Martín el que empezó a llorar:

- Es Juan, Rita. No sé por qué me está pasando esto, eres la única persona a la que se lo he confesado y tengo miedo de que todos reaccionen así.

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De pequeña, el día de Reyes solíamos reunirnos toda la familia en casa de unas tías abuelas. Era el único día del año en el que coincidía con primos segundos como Felisín, mi primo “mariquita”, con el que siempre hacían guasa porque lo que más le gustaba era cepillarle el pelo a su pequeño Pony morado, y porque era bastante amanerado y más delicado que sus propias hermanas. Hacia los veintipocos años, en uno de los primeros cursos de teatro que hice, conocí a Dani, una “prima donna dramática”, el típico chico homosexual alocado que me introdujo en el mundo de los bares de ambiente de Chueca, y junto al que viví unos años de lo más rocambolescos. Y también me hice amiga de Ruth, y de Verónica, y de Leo, de Alberto… Todos ellos habían nacido “así”, siendo homosexuales, como el que nace con ojos marrones, vaya. Pero nunca había conocido a alguien que fuera heterosexual y de repente pasara a interesarse por personas de su mismo sexo.

- Bueno, de pequeño era yo el que ponía la mesa y ayudaba en la cocina y no mis hermanas, y nunca me ha gustado el fútbol. Y cuando los niños se pegaban en el recreo, les gritaba que hicieran el amor y no la guerra – argumentaba Martín.


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Meses más tarde era Manuela la que empezaba a tener problemas con Juan. Yo le serví a ella de paño de lágrimas y de amiga consejera, de manera que fuimos estrechando nuestros lazos. Al dejarlo con Juan, cada vez pasábamos más tiempo juntas, y lo que empezó como un juego en una noche de borrachera en la que nos dimos unos besos, acabó convirtiéndose una amistad íntima, en el más amplio sentido de la palabra. 

Fue entonces cuando entendí que las personas podían enamorarse de otras personas, independientemente de su sexo, y que hoy podía ser una mujer, y mañana un hombre. Y fue también cuando sentí la presión social, con miradas inquisitorias de señoras con collares de perlas, o el jaleo de orangutanes que se creían que si besaba a mi novia, lo hacía para excitarles.

Lo curioso es que paralelamente a Juan le estaba pasando lo mismo, y también le dio por explorar el mundo homosexual. Se ve que Martín tuvo desde siempre el famoso “gaydar” y acertó de pleno cuando se fijó en Juan en la época en la que salía con Manuela.

Algunos amigos de Madrid, me preguntaban qué había en el agua que bebíamos en Barcelona que nos estaba convirtiendo a todos en unos viciosos, porque no era normal que a nuestra edad nos diera por salir del armario, que lo que teníamos encima era mucha tontería, y yo la que más.

Han pasado unos diez años de aquella época. Manuela es una lesbiana convencida que tiene actualmente una novia lindísima. Juan está “no oficialmente” casado con Jose, con el que lleva más de ocho años, y recientemente ha salido con éxito del armario ante sus padres, después de muchos años de fingir otra vida. Juan y Manuela siguen manteniendo una excelente amistad y salen en parejas. Yo no he vuelto a tener ninguna experiencia homosexual, ¡con lo que me gustan a mí los bígaros, los prefiero a las almejas! Pero me pone muchísimo Julianne Moore, Scarlett Johansson o Blanca Suárez. Y Martín lleva muchos años de felicidad a veces agridulce con Ricardo, al que adoro, y con el que espero que se case pronto y que me lleven de madrina.

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- Ah, no, que me pida matrimonio él a mí ¿no? – respondía Martín al whatsapp.
- ¡Pero si Ricardo es la chica, tienes que arrodillarte tú!
- Sí, pero para comérsela.