Martín, mi mejor amigo, que está
de vacaciones en una ciudad europea con su amor, me ha enviado por whatsapp una
foto de ambos frente a un bar, porque se han acordado de mí al leer el nombre
del establecimiento. El bar frente al
que posan, se llama “Putica”.
Nuestra amistad es de lo más natural y espontánea, no necesitamos fingir y nos podemos permitir licencias de ese tipo.
Nuestra amistad es de lo más natural y espontánea, no necesitamos fingir y nos podemos permitir licencias de ese tipo.
Le pregunto que qué tal les va, y
me responde que “muy bien, muy romántico”. Y a mí, que vengo de ver al hijo
recién nacido de una amiga del cole, me sale pedirle que aprovechen y me
traigan un “sobrino”. – Bueno, o si no ¡pídele matrimonio!- le escribí.
**
Cuando coincidí con Martín en
unas clases de teatro, nos caímos bien, pero no llegamos a hacer migas como
para que se fraguase una amistad. - ¡Es que no veas lo que me imponías! – me suele
recordar.
Martín por aquel entonces salía
con Vega, a la que también conocí porque a menudo le iba a buscar a clase. Para
mí eran la típica pareja de veinteañeros tiernos e inocentes, que se enamora en
el instituto y que hace planes y sueña con seguir juntos hasta el fin de sus
días. De hecho, pasados unos meses desde que finalizara aquel curso de teatro,
decidieron marcharse a vivir a Barcelona con la intención de probar suerte y forjarse
una nueva vida allí.
Durante ese periodo, mantuvimos
el contacto telefónico con llamadas puntuales cada cierto tiempo, en las que
nos actualizábamos sobre nuestros progresos en el mundo de la interpretación. Pronto
a él empezaron a irle las cosas muy bien en el terreno profesional; no tanto a
ella, por lo que su relación se fue resquebrajando.
Por circunstancias de la vida, con
el tiempo también acabé mudándome a Barcelona. Cuando llegué a la ciudad
condal, el noviazgo de Martín y Vega acababa de romperse y ella había regresado
a Madrid. Al acabar de romper una relación de casi siete años, él se encontraba
en un momento personal bastante delicado en el que necesitaba recolocar todo; pero
no dudó en ofrecerme su apoyo para que pudiera abrirme camino en aquella ciudad,
empezando por acogerme en su casa de manera temporal.
Tomamos la buena costumbre de
rematar muchas noches con sobremesas interminables en las que no faltaban ni el
vino ni las risas. Martín era (y es) una fuente inagotable de ingenio, y juntos
formamos un buen equipo. El inevitable cariño que surge con el roce, y con el
aderezo del alcohol, contribuyó a que acabásemos enredándonos entre las sábanas
en más de una ocasión, y que pasásemos a ser compañeros de piso con una
relación extraña de mucho amor, mucho cariño, mucha compenetración y admiración,
respeto, y algún que otro revolcón. Pero sin las mariposas en el estómago y
dosificado a la conveniencia de ambos.
Una noche en la que volvíamos a
casa de salir de fiesta con mis amigas, me confesó que estaba empezando a
sentir algo por una persona, pero que “aquello no podía ser”, según repetía una
y otra vez.
- ¿Quién es, Martín? ¿La conozco?
– le pregunté.
- No te lo puedo decir. Claro que
conoces a esa persona, es del grupo. ¡Pero es que no puede ser, no puede ser!
- ¿Pero quién? – le increpé - ¿Es
Lucía? ¿Leonor? ¿No será Manuela?
- No, ninguna de ellas. No me
insistas más que no te lo voy a decir. No puede ser, así que…
Confundida como estaba por lo que
sentía hacia Martín, durante varios días estuve analizando la situación. – Nos
queremos, nos echamos de menos, nos buscamos, nos entendemos, nos reímos y nos
lo montamos de puta madre en la cama, no siento que esté enamorada, pero ¿y si no
siempre te enamoras de la misma manera y con la edad los sentimientos no son
tan viscerales? – me planteaba. Porque además no podían ser casualidad detalles
como que su olor me recordase tanto a mi padre, que supiera responder a la
cantinela del “me quieres, alfileres; me adoras, lavadoras; me ajuntas,
sacapuntas” que me enseñó mi madre y que no volví a escuchar hasta conocer a
Martín, y otros muchos lugares comunes en nuestras vidas y muchos sueños
compartidos. Aquello era una señal de que era a él a quien tanto tiempo llevaba
buscando.
Esa noche no había más amigas
presentes susceptibles de haberle entrado por el ojo a Martín; de hecho
conociéndole, estaba casi segura de que ninguna de ellas podía ser su tipo, así
que entonces sólo cabía la posibilidad de que estuviera refiriéndose a mí.
Seguramente él también estaba confundido con lo que había surgido entre
nosotros y le descolocaba la manera inesperada en la que se habían desarrollado
los acontecimientos, porque sin darnos cuenta nos habíamos convertido en dos
personas que lo compartían todo, que se gustaban y se necesitaban de alguna
manera. El hecho de ser compañeros de piso y de no haber pasado por el luto
necesario que requiere una relación tan larga, quizá lo hacía todo más
complicado. Por eso no podía ser, como él decía.
Tendríamos que aclararlo,
porque quizá sí podía ser.
Días más tarde, entre caipiriñas,
a Martín se le ocurrió sacar las cartas del tarot para leerme el futuro.
- Pero si tú no sabes – le dije
yo.
- Claro que sí. Me enseñó la
abuela de Vega, pero desde que se murió, no me he vuelto a atrever a echarlas.
Me da algo así como respeto – contestó. – Pero hoy me apetece hacerlo.
De manera muy profesional empezó
a barajar las cartas.
- Corta aquí. Piensa en lo que
quieres preguntar. Escoge un montón. Ahora dame nueve cartas.
Empezó a voltearlas y a colocarlas
formando una cruz, y al lado derecho otra hilera de cartas. A medida que las
iba descubriendo, asentía, como si los dibujos de los arcanos estuvieran
confirmándole cosas que ya sabía.
- Veo una figura de un hombre… es
alguien muy importante para ti. Esta persona ha llegado recientemente a tu
vida, y se ha convertido en un pilar fundamental. Pero las cartas me dicen que
esa persona te ve como una amiga, y tú sin embargo le ves como algo más. ¿No
ves esta carta, que sale uno como vestido de príncipe? – Yo no podía salir de
mi asombro. – Espera, es que creo que la persona que sale en las cartas soy yo –
dijo Martín.
No pude más que hacerme pequeñita
en el sofá y romper a llorar porque el estúpido tarot había desvelado el secreto
que llevaba días preocupándome y sobre el que no había sacado ninguna conclusión.
Martín en cambió respondió con una carcajada sonora:
- ¡Has picado, pringada! No tengo
ni idea de echar las cartas, me lo he inventado todo para tirarte de la lengua.
Indignada le recriminé que
hubiera jugado tan sucio, porque yo no tenía claro lo que sentía y al desvelar
todo eso, sabía que la situación en casa iba a hacerse incómoda. Quid pro quo –
pensé. – Ahora tendrás que sincerarte y decirme quién es la persona que te
gusta, me lo debes – le espeté entre lágrimas.
- Lo siento, estaba de broma, no
quería que te lo tomases así, pero llevaba un tiempo dándole vueltas y no
quisiera que te equivocases con lo que somos… Joder, es verdad, debería sincerarme
contigo.
- Bien. Si no es Manuela, ni
Lucía, ni Leonor ni yo, ¿quién coño es? Porque allí no había nadie más, aparte
de Juan (el novio de Manuela).
Martín agachó la cabeza, como si estuviese reconociéndolo. Mi reacción no fue otra que la de cruzarle la cara, al tiempo
que le gritaba que se fuera a mentirle a su puta madre. Entonces fue Martín el
que empezó a llorar:
- Es Juan, Rita. No sé por qué me
está pasando esto, eres la única persona a la que se lo he confesado y tengo
miedo de que todos reaccionen así.
**
De pequeña, el día de Reyes
solíamos reunirnos toda la familia en casa de unas tías abuelas. Era el único
día del año en el que coincidía con primos segundos como Felisín, mi primo “mariquita”,
con el que siempre hacían guasa porque lo que más le gustaba era cepillarle el
pelo a su pequeño Pony morado, y porque era bastante amanerado y más delicado
que sus propias hermanas. Hacia los veintipocos años, en uno de los primeros
cursos de teatro que hice, conocí a Dani, una “prima donna dramática”, el típico
chico homosexual alocado que me introdujo en el mundo de los bares de ambiente
de Chueca, y junto al que viví unos años de lo más rocambolescos. Y también me
hice amiga de Ruth, y de Verónica, y de Leo, de Alberto… Todos ellos habían
nacido “así”, siendo homosexuales, como el que nace con ojos marrones, vaya. Pero
nunca había conocido a alguien que fuera heterosexual y de repente pasara a
interesarse por personas de su mismo sexo.
- Bueno, de pequeño era yo el que
ponía la mesa y ayudaba en la cocina y no mis hermanas, y nunca me ha gustado
el fútbol. Y cuando los niños se pegaban en el recreo, les gritaba que hicieran
el amor y no la guerra – argumentaba Martín.
**
Meses más tarde era Manuela la
que empezaba a tener problemas con Juan. Yo le serví a ella de paño de lágrimas
y de amiga consejera, de manera que fuimos estrechando nuestros lazos. Al
dejarlo con Juan, cada vez pasábamos más tiempo juntas, y lo que empezó como un
juego en una noche de borrachera en la que nos dimos unos besos, acabó convirtiéndose una amistad íntima, en
el más amplio sentido de la palabra.
Fue entonces cuando entendí que las
personas podían enamorarse de otras personas, independientemente de su sexo, y
que hoy podía ser una mujer, y mañana un hombre. Y fue también cuando sentí la
presión social, con miradas inquisitorias de señoras con collares de perlas, o
el jaleo de orangutanes que se creían que si besaba a mi novia, lo hacía para
excitarles.
Lo curioso es que paralelamente a
Juan le estaba pasando lo mismo, y también le dio por explorar el mundo
homosexual. Se ve que Martín tuvo desde siempre el famoso “gaydar” y acertó de
pleno cuando se fijó en Juan en la época en la que salía con Manuela.
Algunos amigos de Madrid, me
preguntaban qué había en el agua que bebíamos en Barcelona que nos estaba
convirtiendo a todos en unos viciosos, porque no era normal que a nuestra edad
nos diera por salir del armario, que lo que teníamos encima era mucha tontería,
y yo la que más.
Han pasado unos diez años de
aquella época. Manuela es una lesbiana convencida que tiene actualmente una novia
lindísima. Juan está “no oficialmente” casado con Jose, con el que lleva más de
ocho años, y recientemente ha salido con éxito del armario ante sus padres,
después de muchos años de fingir otra vida. Juan y Manuela siguen manteniendo
una excelente amistad y salen en parejas. Yo no he vuelto a tener ninguna
experiencia homosexual, ¡con lo que me gustan a mí los bígaros, los prefiero a
las almejas! Pero me pone muchísimo Julianne Moore, Scarlett Johansson o Blanca
Suárez. Y Martín lleva muchos años de felicidad a veces agridulce con Ricardo,
al que adoro, y con el que espero que se case pronto y que me lleven de madrina.
**
- Ah, no, que me pida matrimonio él a mí ¿no? – respondía Martín al
whatsapp.
- ¡Pero si Ricardo es la chica, tienes que arrodillarte tú!
- Sí, pero para comérsela.