domingo, 22 de diciembre de 2013

Verdades como lechugas


Mentir está en contra de los cánones morales de la mayoría y está específicamente prohibido y descrito como pecado en muchas religiones según dice Wikipedia. Y a pesar de que nos eduquen para defender la verdad por encima de todas las cosas, hemos mamado la mentira desde pequeños y a todos nos las metieron dobladas en nuestra infancia: que si los Reyes Magos, que si el Ratoncito Pérez, que si cuando seas padre comerás dos huevos, que si siempre estaré a tu lado, que si no te va a doler… Incluso nosotros mismos nos auto engañábamos: que si mi padre es un superhéroe, que si mi madre la más guapa del mundo, que si mi hermana se tira pedos de colores (como la mía perjuraba que hacía), que si de mayor voy a ser artista…

Al crecer descubrimos la vida real y todo ese mundo de magia, fantasía y pedos de colores se desvanece. Y entonces queda sólo el pedo. ¡Puf! La mentira, siempre vilipendiada y maltratada, se nos revela entonces como la verdadera piedra angular de la convivencia humana para darle unas notas de color a nuestra existencia, una vez hemos comprobado que al ponerla en práctica, a uno no le crece la nariz.


Llevar faja, maquillaje, lentillas de colores o peluquín para ocultar una verdad que no queremos mostrar, es mentir. Exagerar los detalles, tomar viagra, la poesía, la publicidad o una película, son también mentir, porque no son la realidad estricta. Incluso callar sentimientos para no herir y proteger al otro, es mentir. Todos practicamos y consumimos con cierta tolerancia estas falacias, pero ojo, que no tienen nada que ver con el engaño, el cual por el contrario se castiga y no se perdona, porque ni el propósito ni el fin es el mismo.

Creemos que queremos la verdad y que de mayores iremos con ella siempre por delante, pero nuestro paladar no está hecho a ella, no nos enseñaron bien a digerirla de pequeños, y puede caer realmente mal en el estómago. Es que la verdad es como la lechuga: es cruda, y uno no se la come a bocados, sin aliños ni sin lavarla antes.

Se calcula que las personas mentimos tres veces por cada diez minutos de conversación. Párate a pensar por ejemplo cuántas veces has respondido a la pregunta “¿cómo estás?” con un falso “bien”. La mentira es algo que forma parte de la sociedad actual, y ya sean políticos, famosos o tu vecina la del cuarto, todos mienten diariamente. Se puede mentir por omisión, por comisión, por acción, por compasión, por activa, por pasiva, por abajo y por arriba.  De hecho existe una lista interminable de mentiras universales que a todos les sonarán: “la última copa y nos vamos”, “tu sigue chupando que yo te aviso”, “el lunes me pongo a dieta”, “es que el profesor me tenía manía”, “ay, hola, es que no te había visto”, “he leído y acepto las condiciones del servicio”, “esto no es lo que parece”, “sólo la puntita”, “es que no tengo qué ponerme” y así un largo etcétera.

Vamos en pro de la verdad pero somos unos hipócritas, porque la verdad verdadera es que ni nos gusta tanto, ni la practicamos siempre. No estamos preparados para recibir según qué informaciones sin limpiarla de ciertos detalles, ni sin la vaselina de unas buenas palabras. Resulta además que nos ofuscamos cuando alguien es sincero y directo y nos muestra la verdad tal cual es; nos cuesta tanto asimilarla, que muchas veces creemos que esa sinceridad viene acompañada de un sentimiento de envidia: “Me dices que no me queda muy bien este pantalón por joder, porque sabes que estoy más buena que tú, ¿eh?”.

Desde luego que la autenticidad es un valor a respetar para poder mantener relaciones efectivas, pero en ocasiones ser auténtico puede implicar no ser amoroso con el otro, ser cruel o generar la destrucción de algo o de alguien. Y para ser sincero se necesita tener valor y mucho tacto, para que la otra persona vea que la verdad viene con buenas intenciones y sin ánimo de ofender.

Tengo un compañero de trabajo al que le canta el ala poderosamente, día sí, día también, y como nadie se atreve a decirle que se lave un poco, ir a la oficina es como entrar en la cámara de gas. Este año hemos decidido que el amigo invisible le traiga un desodorante; en plan indirecta, pero invisible, porque ya no es que nadie tenga el valor de sincerarse con él, sino que cualquiera se anima a tener un tête à tête con él para explicarle las bondades de la ducha diaria.

A ver quién es la lista que le dice a su amiga, esa que ha cogido unos kilos de más y que de hecho ya iba pasadita, que como siga a ese ritmo, le cobrarán doble cuando viaje o acabará sentada al lado de todos cuando vaya al cine. Si nos pide opinión, le diremos que “debería cuidarse un poquito más”, cuando lo que de verdad pensamos es que nuestra amiga cada día se parece más a una foca, aunque la queramos muchísimo, así en toda su inmensidad.

Cuando un amante te ha preguntado si la tiene pequeña, ¿has sido capaz de contestar sinceramente y sin florituras que no se la encuentras o que no te has enterado de cuando estaba dentro? Decir “cariño, no te preocupes que el tamaño no importa”, no es ser sincero, porque el tamaño sí importa, pero si no quieres dormir abrazando almohada, es mejor guardarse la verdad.

La reacción de mis amigas ante el desenlace de mi historia con el Dios griego fue de total indignación a pesar de que para mí que el chico fue muy sincero conmigo. Cuando Él ascendió a los cielos e interrumpió toda comunicación conmigo, mi mejor amigo me recomendó que pusiera toda la carne en el asador para conseguir un nuevo encuentro y averiguar el por qué de su desaparición: “a este tío te lo tienes que follar de nuevo, y si no es por las buenas, que sea por las malas”. Y a mí que no me hace falta que me chinchen mucho para sacar el pico y la pala y mi ramalazo acosador, me sobró tiempo para mandarle un mensaje subidito de tono yendo a por todas, con la tranquilidad de estar avalada por la bendición de un buen amigo. Pensé que no recibiría el mensaje (que ya sabemos todos que en el cielo los dioses no tienen cobertura) o que ignoraría a un ser mortal como yo, pasado un mes ya de nuestra tórrida y única experiencia (en todos los sentidos). Pero se ve que han puesto repetidores en el cielo y no sólo recibió el mensaje, sino que lo leyó y me respondió: “Ji ji, ja ja, yo también me lo pasé muy bien y también me encantaría repetir”, me dijo en resumen el verbo hecho de nuevo carne.

- ¡Coño! ¿A qué has estado esperando? Tiene que haber algo que estés ocultando que explique por qué te volatilizaste si soy tan maravillosa – pensé yo – Oye, pues ya estamos tardando, si es que de verdad te apetece quedar - le respondí jugándomelo todo, que yo soy muy de las de from lost to the river.

- Vale, ya te digo algo. Ahora estoy conociendo a una chica, pero yo te aviso. Un besito guapísima.

¿No querías sinceridad, Rita? ¡Pues toma taza y media así, sin vaselina! El chico estaba siendo bien claro y me vino a decir que aunque volvería a echar un polvo conmigo, eso no llegará a pasar, porque a pesar de que el “ya te digo algo” (equivalente al “ya si eso te llamo") queramos interpretarlo como que me llamará si se le tuerce la historia con su María Magdalena y se ve sin otra discípula que le rece, si se alinean los astros de determinada manera en conjunción con Orión o con su santísima madre, o si le pica un día de estos; la verdad es seguramente no me llame jamás.  

“¿Y para qué te dice eso? ¡Pero menudo morro!”, dijeron mis amigas.

En qué quedamos, ¿sinceridad sí o no? Lo que ellas reclamaban en su respuesta son mentiras, pero dichas de verdad, porque entran mejor que la realidad tal cual es. Un sentido “No eres tú, soy yo” o “En estos momentos no estoy preparado para enamorarme ni para tener una relación”, que es lo que he escuchado siempre. Pero qué quieres que te diga, a mí en el fondo me gustó su respuesta y agradecí esa honestidad. Y a otra cosa, mariposa.

Se dice que las navidades son la época de la falsedad por excelencia. Es común el sentimiento navideño de querer parecer mejores personas en estas fechas y conmoverse con las desgracias que se ignoran el resto del año, sonreír más y mostrarse más cercano y amoroso con el entorno, sin ser nada de eso. Y en contra de renegar como hace la mayoría, yo agradezco realmente que existan al menos unos días al año en los que a la gente no le brota ser horrible y deja escondido su hijoputismo, aunque sea por aparentar.

Por todo esto amiguitos y amiguitas, ¡feliz falsedad a todos!


 Soziedad Alkoholika versionando el anuncio de la lotería con su "Feliz Falsedad"



martes, 17 de diciembre de 2013

Jingle ol de güey



En estos momentos me parezco bastante a Bridget Jones en esta escena en la que toca fondo: llevo todo el día en pijama, comiendo chocolate, viendo fotos de hace años y escuchando canciones navideñas a lo Jingle bells, jingle bells, jingle ol de güey (¡sin ser yo nada de eso!). Estoy tan sensible que hasta me ha dado por decirle “te quiero" a un par de personas así porque sí, porque llevaba mucho tiempo sin decírselo (vale, también tengo la regla, y sí, esos topicazos, para algunas son ciertos).

Igual me ha entrado la nostalgia porque en las próximas semanas, dos personas muy importantes en mi vida se marchan de España en busca de un futuro mejor. Mientras la mayoría de la gente vuelve a casa por navidades como el turrón, ellos han decidido dejar su vida atrás para empezar una nueva en otro lugar, lejos de aquí... y de mí. Y me alegro. Y me enfado a la vez. Creo que es totalmente lícito que me cabree porque la situación del país en el que vivimos, sea en realidad la que les ha obligado a largarse para intentarlo en otro lugar, ya que aquí no han podido; pero me alegro también porque han tenido los huevos de hacerlo, y les deseo toda la suerte del mundo. Les envidio además, porque cada día apetece más emigrar a un país donde uno no se atragante cada mañana con las noticias sobre las desgracias que está trayendo consigo la crisis. Yo sólo tengo el coraje para protestar, pero eso también nos lo quieren quitar.

Estoy tan ñoña, que a pesar de mi no patriotismo y del asco cada vez más grande que siento por los que nos gobiernan y los que nos han metido en todo esto,  reconozco que me ha emocionado el anuncio de la campaña de Navidad de Campofrío “Hazte extranjero”:


Viene a decir que vivimos en un país de mierda, a la cola de todo, que apesta tanto que es normal tener ganas de huir. Y aunque sea todo una hez muy gorda, a fin de cuentas somos lo que somos, porque nuestra esencia es lo importante, nuestra manera de ser y de sentir, que es lo que nos imprime nuestro carácter. Y eso se echa de menos cuando vas fuera, siempre.

Es totalmente cierto lo que dice de que somos mucho más tocones y propensos a invadir el espacio personal del ajeno que en otros países considerados como "las primeras potencias", pero en el fondo nos damos más calorcito los unos a los otros, y eso mola. De hecho sé de una franco-portuguesa de mi barrio que no soporta los abrazos cuando está triste. ¿Estamos locos o k ase?

Es verdad como cuentan que nuestro sentido del humor es único y auténtico, que me parto con estos chascarrillos tan nuestros, y me río del humor inglés, ¡ja!. Y el humor alemán, ¿existe?

También es cierto que somos unos manirrotos que sacamos de donde no tenemos... y así nos ha ido, claro. Pero de tantos palos que nos dan, recorte por aquí, recorte por allá, de tanto luchar y de agotar las fuerzas mientras nos aprietan las tuercas, hemos tenido que aprender por cojones a sobrevivir y a montárnoslo lo mejor que podemos en la medida de nuestras posibilidades,  y quién nos iguala en eso, eh? Claro, que unos se lo han montado mejor que otros, y en eso en España también tenemos un ejemplo único con nuestra clase política, que se lo montan que te cagas, sea como sea.

Pero oye, que la vida son dos días, así que vamos a intentar no amargarnos más de la cuenta. Que nada ni nadie nos quite nuestra manera de disfrutar de la vida. ¡Hagamos una fiesta! y toquemos la pandereta, que es lo que mejor se nos da.

Y no sé, a pesar de todo, ha sido ver el anuncio y no me ha dado tanta grima cantar en mis adentros “Yo soy español, español, español”. Igual es porque me he reconocido entre los de mi "especie" y soy lo que soy sin poder renegar de ello. O será porque adoro a Chus Lampreave, que siempre me ha tocado la fibra sensible, qué se yo. Igual son sólo las hormonas o que tengo antojo de chorizo.

Pero me hago una pregunta: ¡¿dónde está el espíritu Grinch que me invade cada año por estas fechas?! No, espera, que eso no es español: ¿dónde está la Rita gruñona que odia la navidad, y quién es ésta que canta cada mañana canciones moñas y quiere abrazar a todo el mundo?

(Joder, cómo os voy a echar de menos, Eva y Sebastian...)

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Todavía hay ganas


- Mira que tuve mala suerte en el amor. Pero yo ligaba, ¿eh? Que tuve un montón de pretendientes que me invitaban a salir. Claro que tenía que ir siempre acompañada a todas partes, que si no, no me dejaban hacer ningún plan. 

¡Si mis padres se llegan a enterar de aquella vez que nos escapamos a El Escorial tu abuela y yo con un par de mozos guapísimos, sobre todo el que le tocó a tu abuela! Nos vinieron a buscar en coche, nos tomamos unas copas y nos sacaron a bailar. Después quedamos juntos más veces así medio a escondidas, porque la verdad que los chicos no parecían ir en serio y se ve que sólo querían pasar el rato, y nada, pues nos acabamos olvidando de ellos, ¡a otra cosa!, que eso no interesaba (…).

Y luego recuerdo aquella fiesta a la que me invitaron unos chicos militares. Fíjate el despliegue de todo, que habían preparado tantas cosas, que al día siguiente tuvieron que repetir la fiesta para poder aprovecharlo todo. Todos guapos y elegantes con sus uniformes. Mi padre me dijo que si no iba con una de mis hermanas, que no me dejaba ir, así que fui con Mercedes y ahí es donde ella conoció a su marido, en un flechazo, así, a primera vista. Yo fui con mucha ilusión a la fiesta, hija, pero para mí no había nada, y mi hermana que iba de mi acompañante, mira la suerte que tuvo (…).

Si es que he ido casando a todas mis hermanas. Íbamos un día tu abuela, una amiga y yo paseando, y mi amiga dijo: “¡Mirad, ese es el hombre de mi vida!”, señalando a un chico con muy buena planta. Y de su vida nada, que aquel chico en quien se fijó y de quien se quedó prendadito fue de tu abuela y no de mi amiga, y al final mira tú, se casaron y todo. Es que tu abuelo siempre iba como un pincel (…).

Pero a mí el que me gustaba era Carlos Briones, ¡me tenía loca! Era un caballero, educado, interesante, y tan guapo que parecía un modelo. Y encima era un buen partido, porque su padre era dueño de la empresa de los autocares de Madrid. Y como tenía muy buenas relaciones en el mundo de la farándula, estábamos todo el día yendo a fiestas, estrenos y espectáculos. ¡Qué hombre más interesante, qué bien lo pasábamos! Dos años que estuvimos juntos. Y lo que pasó fue que me enteré de que era maricón. Que en aquellos tiempos eso era pecado, y claro, lo que tenía conmigo era una tapadera seguro, pero fíjate que yo creo que en realidad tenía algo con el hermano de mi amiga, porque íbamos siempre los cuatro juntos y a mí no me parecía normal que se llevaran tan bien ni que fueran tan amigos, así, dos chicos. Era muy raro. Y no sabes el disgusto. Que ni me lo dijo a la cara, me enteré con el tiempo… Luego resulta que por lo visto se murió bien joven el pobre (…).

Y me acabé casando con Pablo, que yo no estaba ni enamorada ni nada, pero ya tenía 36 años y era lo que había que hacer. Es que claro, comparado con Carlos, Pablo era un soso y un aburrido, y además no me dejaba ni a sol ni a sombra, ¡qué pesado era! ¡Cinco años que estuvo detrás de mí hasta que lo consiguió! (…) Y 21 años estuvimos juntos hasta que se murió.

- ¡Puf! Pues casi que yo ya voy tarde para casarme, tía – la interrumpí.

- No, si es que en esa época si no te casabas, te quedabas para vestir santos, y además que a nosotras ni nos educaron para trabajar ni nos dejaron estudiar, que a una de mis hermanas le hubiese gustado estudiar farmacia pero no pudo. Ahora ya podéis elegir lo que queréis hacer, y no tenéis que depender de un padre o de un marido. ¡Si hasta podéis elegir si os queréis casar o no y no pasa nada! Pero te voy a decir una cosa: el buey solo, bien se lame. Y para qué vas a aguantar tú a nadie si estás tan ricamente entrando y saliendo cuando quieres. Ahora tenéis más libertad para elegir.

- Sí tía, tenemos más libertad pero el problema es que ya casi no tenemos opciones que escoger – contesté.

- Claro, porque los tíos están ya todos agarrados o ya han pasado por eso y ahora no quieren líos, o son de la otra acera, que ahora eso ya no está prohibido, ¿eh?

- Justo, eso es…

- Pues te voy a decir algo: si es que al final, todos los hombres son maricones, porque de una manera u otra, a todos les gusta dar por ahí. Así que tú estás muy bien como estás, no seas boba.

- ¿Y no quisiste tener hijos, tía, o qué pasó? – le pregunté.

- Si es que Pablo no podía. Se ve que de pequeño le dieron un balonazo en sus partes que le dejó impotente, y que menos mal que su padre era uno de los mejores médicos, porque le salvó de la muerte que estuvo malísimo por el golpe ese, pero ya no servía para tener hijos. Que ya me lo podía haber advertido antes de casarme, que de eso me enteré después, y eso se dice, porque si no valía para eso…

- Claro, de haber sabido que no funcionaba, igual no te hubieras casado con él, ¿no?

- No, no, si funcionar funcionaba bien, pero no servía para eso (…)

- Pues tía, que me alegro mucho de verte tan bien. ¡Que estás estupenda!. Aparte de lo de la vista, estás fenomenal. Que muchas personas quisieran poder llegar a tu edad y tan bien como tú que no tienes otros achaques más que la pila de años.

- La pila, sí hija, sí. Pero la verdad que estoy muy bien y no me puedo quejar. Todavía tengo ganas de seguir estando por aquí, no tengo ninguna prisa por marcharme.


(CONVERSACIONES CON MI TÍA ABUELA DE 93 AÑOS)

domingo, 1 de diciembre de 2013

Cero


Cada año, mis padres escogían un destino distinto de vacaciones. Por aquella época, podías considerarte todo un privilegiado si habías conseguido salir de tu provincia o descubrir el mar; y más aún si cuando viajabas, no te privabas de nada: aviones, barcos, otras culturas, restaurantes de lujo, manjares deliciosos, parajes singulares e inaccesibles para muchos… quizá demasiado para una niña a la que lo que de verdad le apetecía, era tener un pueblo al que ir de vez en cuando, y una pandilla con la que encontrarse cada verano.

Papá solía estar ausente a consecuencia de sus viajes de trabajo, reuniones interminables o el cuidado y la monta de los caballos los fines de semana, y se le olvidaba un poco ejercer como padre de sus hijas, o marido de su esposa durante gran parte del año; pero en verano retomaba su rol de cabeza de familia y todo cambiaba. Él era un bon vivant.

El último viaje que hicimos juntos fue a Túnez, y al volver, mi padre enfermó. Cualquier cosa que comiera, parecía sentarle mal, y durante bastante tiempo, el váter se convirtió en su mejor amigo. Según me explicaron, era una de “esas fiebres raras africanas” que cogió durante nuestro viaje, que requería de muchos estudios y visitas constantes al médico, pero me aseguraron que se pondría bien. Aunque ni mi madre ni mi hermana ni yo tuvimos ningún síntoma, tuvimos que hacernos analíticas regularmente, porque según me dijeron, con esos virus extraños, nunca se sabe. No era mal trato intercambiar unos centímetros cúbicos de sangre, por desayunos en familia con chocolate y churros.

Papá solía lucir con orgullo una curvita de la felicidad. Él decía que su tripa y su nariz prominente, le hacían parecerse a cualquier orondo noble del pasado. Él, que se identificaba de broma al teléfono como “Marqués de Vizcaya”, consideraba que su aspecto de buda, era una señal de distinción y del gusto por los placeres de la vida. Pero su redondez empezó a menguar a causa de esa extraña enfermedad.

-¡Qué niñas más monas, así gorditas, blanquitas y rubitas y de ojos claros!- solían piropearnos a mi hermana y a mí de pequeñas.

- ¡Se nota que vienen de buena familia! – presumía mi padre. Y fantaseaba con un supuesto rancio abolengo de la familia constantemente, comparándonos con las infantas que se retrataban siglos atrás rechonchas y paliduchas. No en vano él, al que le gustaba mucho pintar, hizo una reinterpretación de “La familia de Carlos IV” de Goya plantando nuestras caras en las del Infante Francisco y la Infanta María Isabel.

Mi hermana y sobre todo yo, teníamos por tanto que tener mucha precaución con el sol, que todo el mundo conocía ya por entonces los peligros de sus radiaciones. Mientras ella y yo pasábamos los veranos bajo la sombrilla o con camiseta, recuerdo ver a mis padres tumbados en pelotas, disfrutando al sol como lagartos. Al volver de aquel viaje por Túnez, empezaron a salirle a mi padre unas manchitas raras por el cuerpo que a mí me parecía que tenían pinta de cáncer, pero no quise darle importancia. ¿A mi padre? ¡No!

En cuanto a sus síntomas, papá tenía sus días malos y sus días no tan malos. Tenía que tomarse un buen puñado de pastillas a diario para cortar los vómitos y las diarreas y paliar el dolor que empezaban a causarle esas manchitas entre rosa y violeta, y pensaba yo que eran tantísimas las pastillas, que le llenaban el estómago y por eso se le quitaban las ganas de comer cualquier otra cosa. Porque si no, no se explica que no le apeteciese comer ninguna de las delicias que entraban en casa para capricho del enfermito. Pero a pesar de que su salud cada vez empeoraba más, y las visitas al médico e incluso los ingresos hospitalarios eran más y más frecuentes, costaba mucho que perdiera su particular sentido de humor. Aún recuerdo el día en el que le pidió a mi madre que pusiera un crespón negro en la esquina de un autorretrato colgado en su dormitorio.

Papá dejó de viajar, de tener reuniones interminables, de montar a caballo y de trabajar, y se pasaba el día en la cama o en su butaca del salón. Podía haber sido una buena ocasión para fortalecer mis lazos con él, pero contando con apenas 16 años, por entonces me preocupaba mucho más salir con mis amigas que acercarme a él o cuidarle. Por qué tendría que preocuparme esa “fiebre africana” si estaba controlada por médicos, si me dijeron que se pondría bien y si mi padre seguía bromeando con todo.

Recuerdo una sobremesa de finales de 1991. Como siempre, veíamos las noticias, y mientras recogía la mesa, mi madre se enfadó mucho cuando cambié de canal porque hablaban de no sé qué de una “peste rosa”,  una enfermedad que había surgido hacia 1981 que tenían los homosexuales y los drogadictos, y que les provocaba unas manchitas violáceas por el cuerpo, y hacía que se murieran; y a mí no me interesaba nada el tema, y no entendía por qué mi madre quería escuchar lo que decían si ni le iba ni le venía. Resulta que Freddie Mercury acababa de morir por esa enfermedad, y empezaron a hablar mucho del asunto, y mi madre por alguna extraña razón, lo encontraba de lo más interesante. Era una movida, porque cualquier persona normal podía coger la enfermedad recibiendo por ejemplo una transfusión de sangre infectada, y claro, teniendo a un marido que iba y que venía al hospital, escuchas eso y supongo que te acojonas un poco, no fuera que le pasase algo a mi padre. Imagínate.

Papá cada vez estaba peor, creo que perdió más de 45 kilos, que ya me hubiese gustado a mí tener la facilidad que él tenía para perder peso, que me estaba poniendo como una vaca zampándome todo lo que traían las visitas para él y que no se comía. Él estaba tan debilitado, que cada vez le costaba más ser independiente; incluso un día resbaló en el baño y se partió la nariz. Como si lo de la “fiebre africana” fuese poco drama. Meses más tarde, tuvo una hemiplejia y se le quedó medio lado del cuerpo paralizado, así que había que ayudarle a hacer casi todo. También tuvo una especie de ictus, y acabó perdiendo el habla. Le tocó la "lotería".

A mi hermana la llamábamos “Robustiana”, porque también se estaba poniendo “fuertecita” con las dulzainas que rechazaba mi padre, y porque era la encargada de moverle de un lado a otro junto con mi madre. Como a mí sólo me asignaron la tarea de despertarle tras la siesta y darle de merendar, me pasaba gran parte del día encerrada en mi cuarto escuchando música. Que a pesar de todo, creía yo que no era muy agradable ver a un padre convertido en mierda, en todos y cada uno de los posibles sentidos de la palabra, y que total… ya se pondría bien y volvería a ser el padre casi siempre ausente pero disfrutón de la vida.

Una tarde al volver del cole, mi madre tuvo una conversación conmigo:

- Papá está muy malito.

- Ya lo sé, ya lo veo.

- Es que papá se va a morir.

- ¡¿Qué dices?! No seas así, ya encontrarán lo que tiene, ya se curará.

- No se va a curar, papá tiene SIDA y le queda poco tiempo de vida.

- ¡¿Qué?! ¿Cómo puede ser posible si papá no es drogadicto ni homosexual, y que yo sepa tampoco ha recibido ninguna transfusión de sangre ni le han sacado ninguna muela en ningún país subdesarrollado?. ¡¿Cómo?!

- Tu padre no ha querido contarme cómo fue contagiado, y yo lo respeto. Si él quiere contároslo a vosotras, lo hará. Pero lo importante no es cómo pasó. Lo importante es que tenemos que darle todo el amor del mundo de aquí a que se vaya.

Aproximadamente un mes más tarde, el 11 de junio de 1992, mi padre moría. El SIDA era una enfermedad muy mal vista, asociada sobre todo a gays, prostitutas y drogadictos. Se creía popularmente que si no pertenecías a ninguno de esos colectivos, estabas a salvo (a no ser que tuvieras la mala suerte de pincharte con una jeringa infectada o fueses intervenido en un hospital en condiciones poco higiénicas o algo así). Era una enfermedad estigmatizada, y por entonces, fue duro enfrentarse a la pregunta que se hacía la gente que se enteró de la causa de la muerte de mi padre, sobre a qué grupo de riesgo podría pertenecer: pues a todos o a ninguno, ¡a cualquiera podía tocarle!. Mi ceguera ante las evidencias "porque a mi padre no podría pasarle algo así", no evitó que ocurriera. Y el hecho de no nombrar la enfermedad durante unos años y pretender que fue otra cosa, desde luego no consiguió ahuyentarla. La gente era muy ignorante, yo la primera, y el SIDA, una enfermedad cruel que destruía y consumía al enfermo, y que bajo ningún concepto, se merecía ningún ser humano a modo de castigo, como se insinuaba en muchos medios o entre la gente.

Han pasado 21 años y casi 5 meses desde entonces. Han pasado 32 años desde que se detectara el primer caso. Desde hace 25 años, cada 1 de diciembre se conmemora el “Día de la lucha mundialcontra el SIDA”, y aunque hemos evolucionado y cada vez se considera más el SIDA como una enfermedad que le puede tocar a cualquiera, aún hoy sigue estando estigmatizada a consecuencia de la desinformación y de los prejuicios de ciertos sectores. Y el miedo a la enfermedad es todavía demasiado alto como para permitirle al portador llevar una vida social normal, o a muchas personas a decidir realizarse una prueba de detección. Paradójicamente con los años se ha avanzado mucho menos en lo social que en lo médico.

Se ha investigado lo que SI-da y lo que NO-da. Actualmente no existe una cura para el SIDA, pero es una enfermedad con la que se puede convivir, que sólo es mortal sin tratamiento. Una persona no atendida tiene mayor posibilidad de transmitir el virus, tanto por vía sexual, parental o de madre a hijo; y una persona que no está tratada, tiene mayor mortalidad. Por lo tanto es esencial el diagnóstico y el tratamiento temprano para que el SIDA ya no sea sinónimo de muerte como hace años.

En el último año hubo más de un millón y medio de víctimas y casi 3 millones de nuevos casos. Se producen en el mundo 4000 muertes al día a causa del SIDA, y desde el inicio de la pandemia, han fallecido cerca de 36 millones de personas, de entre ellas, mi padre.

El 82% de las nuevas infecciones, se producen por transmisión sexual y las estadísticas muestran que los contagios por vía sexual están aumentando porque la gente se ha relajado en la prevención. Las personas que ya no ven el SIDA como un peligro real para la salud, y que creen que los tratamientos retrovirales y el diagnóstico precoz alargan la esperanza de vida hasta el punto de igualar a la de personas no infectadas, son en sí mismas un peligro potencial.

Además, la crisis ha hecho que en apenas cinco años, se haya perdido el 50-70% de la financiación del Estado para estrategias de respuesta al VIH, convirtiéndose para el Gobierno en un tema de segundo orden. Y desde luego no se puede hacer frente a una enfermedad que se considere invisible.

Que la austeridad y la desinformación no acaben matando la esperanza para un mundo libre de SIDA, hoy 1 de diciembre de 2013. Objetivo: LLEGAR A CERO. Cero nuevas infecciones por el VIH, cero muertes relacionadas con el SIDA y cero discriminaciones.



FUENTES: