Mentir está en contra de los
cánones morales de la mayoría y está específicamente prohibido y descrito como
pecado en muchas religiones según dice Wikipedia. Y a pesar de que nos eduquen para
defender la verdad por encima de todas las cosas, hemos mamado la mentira desde
pequeños y a todos nos las metieron dobladas en nuestra infancia: que si los
Reyes Magos, que si el Ratoncito Pérez, que si cuando seas padre comerás dos
huevos, que si siempre estaré a tu lado, que si no te va a doler… Incluso
nosotros mismos nos auto engañábamos: que si mi padre es un superhéroe, que si
mi madre la más guapa del mundo, que si mi hermana se tira pedos de colores
(como la mía perjuraba que hacía), que si de mayor voy a ser artista…
Al crecer descubrimos la vida
real y todo ese mundo de magia, fantasía y pedos de colores se desvanece. Y
entonces queda sólo el pedo. ¡Puf! La mentira, siempre vilipendiada y
maltratada, se nos revela entonces como la verdadera piedra angular de la
convivencia humana para darle unas notas de color a nuestra existencia, una vez
hemos comprobado que al ponerla en práctica, a uno no le crece la nariz.
Llevar faja, maquillaje, lentillas de colores o peluquín para ocultar una verdad que no queremos mostrar, es mentir. Exagerar los detalles, tomar viagra, la poesía, la publicidad o una película, son también mentir, porque no son la realidad estricta. Incluso callar sentimientos para no herir y proteger al otro, es mentir. Todos practicamos y consumimos con cierta tolerancia estas falacias, pero ojo, que no tienen nada que ver con el engaño, el cual por el contrario se castiga y no se perdona, porque ni el propósito ni el fin es el mismo.
Creemos que queremos la verdad y
que de mayores iremos con ella siempre por delante, pero nuestro paladar no
está hecho a ella, no nos enseñaron bien a digerirla de pequeños, y puede caer
realmente mal en el estómago. Es que la verdad es como la lechuga: es cruda, y
uno no se la come a bocados, sin aliños ni sin lavarla antes.
Se calcula que las personas
mentimos tres veces por cada diez minutos de conversación. Párate a pensar por
ejemplo cuántas veces has respondido a la pregunta “¿cómo estás?” con un falso
“bien”. La mentira es algo que forma parte de la sociedad actual, y ya sean
políticos, famosos o tu vecina la del cuarto, todos mienten diariamente. Se
puede mentir por omisión, por comisión, por acción, por compasión, por activa,
por pasiva, por abajo y por arriba. De
hecho existe una lista interminable de mentiras universales que a todos les
sonarán: “la última copa y nos vamos”, “tu sigue chupando que yo te aviso”, “el
lunes me pongo a dieta”, “es que el profesor me tenía manía”, “ay, hola, es que
no te había visto”, “he leído y acepto las condiciones del servicio”, “esto no
es lo que parece”, “sólo la puntita”, “es que no tengo qué ponerme” y así un
largo etcétera.
Vamos en pro de la verdad pero
somos unos hipócritas, porque la verdad verdadera es que ni nos gusta tanto, ni la
practicamos siempre. No estamos preparados para recibir según qué informaciones
sin limpiarla de ciertos detalles, ni sin la vaselina de unas
buenas palabras. Resulta además que nos ofuscamos cuando alguien es sincero y
directo y nos muestra la verdad tal cual es; nos cuesta tanto asimilarla, que muchas
veces creemos que esa sinceridad viene acompañada de un sentimiento de envidia:
“Me dices que no me queda muy bien este pantalón por joder, porque sabes que estoy
más buena que tú, ¿eh?”.
Desde luego que la autenticidad
es un valor a respetar para poder mantener relaciones efectivas, pero en
ocasiones ser auténtico puede implicar no ser amoroso con el otro, ser cruel o
generar la destrucción de algo o de alguien. Y para ser sincero se necesita
tener valor y mucho tacto, para que la otra persona vea que la verdad viene con
buenas intenciones y sin ánimo de ofender.
Tengo un compañero de trabajo al
que le canta el ala poderosamente, día sí, día también, y como nadie se atreve
a decirle que se lave un poco, ir a la oficina es como entrar en la cámara de
gas. Este año hemos decidido que el amigo invisible le traiga un desodorante;
en plan indirecta, pero invisible, porque ya no es que nadie tenga el valor de
sincerarse con él, sino que cualquiera se anima a tener un tête à tête con él
para explicarle las bondades de la ducha diaria.
A ver quién es la lista que le
dice a su amiga, esa que ha cogido unos kilos de más y que de hecho ya iba
pasadita, que como siga a ese ritmo, le cobrarán doble cuando
viaje o acabará sentada al lado de todos cuando vaya al cine. Si nos pide opinión, le diremos que “debería cuidarse un poquito más”,
cuando lo que de verdad pensamos es que nuestra amiga cada día se parece más a una foca, aunque la queramos muchísimo, así en toda su inmensidad.
Cuando un amante te ha preguntado
si la tiene pequeña, ¿has sido capaz de contestar sinceramente y sin florituras
que no se la encuentras o que no te has enterado de cuando estaba dentro? Decir
“cariño, no te preocupes que el tamaño no importa”, no es ser sincero, porque
el tamaño sí importa, pero si no quieres dormir abrazando almohada, es
mejor guardarse la verdad.
La reacción de mis amigas ante el
desenlace de mi historia con el Dios griego fue de total indignación a pesar de
que para mí que el chico fue muy sincero conmigo. Cuando Él ascendió a los
cielos e interrumpió toda comunicación conmigo, mi mejor amigo me recomendó que
pusiera toda la carne en el asador para conseguir un nuevo encuentro y averiguar
el por qué de su desaparición: “a este
tío te lo tienes que follar de nuevo, y si no es por las buenas, que sea por
las malas”. Y a mí que no me hace falta que me chinchen mucho para sacar el pico
y la pala y mi ramalazo acosador, me sobró tiempo para mandarle un mensaje
subidito de tono yendo a por todas, con la tranquilidad de estar avalada por la bendición de un buen amigo.
Pensé que no recibiría el mensaje (que ya sabemos todos que en el cielo los
dioses no tienen cobertura) o que ignoraría a un ser mortal como yo, pasado un
mes ya de nuestra tórrida y única experiencia (en todos los sentidos). Pero se
ve que han puesto repetidores en el cielo y no sólo recibió el mensaje, sino
que lo leyó y me respondió: “Ji ji, ja ja, yo también me lo pasé muy bien y
también me encantaría repetir”, me dijo en resumen el verbo hecho de
nuevo carne.
- ¡Coño! ¿A qué has estado
esperando? Tiene que haber algo que estés ocultando que explique por qué te
volatilizaste si soy tan maravillosa – pensé yo – Oye, pues ya estamos tardando,
si es que de verdad te apetece quedar - le respondí jugándomelo todo, que yo
soy muy de las de from lost to the river.
- Vale, ya te digo algo. Ahora
estoy conociendo a una chica, pero yo te aviso. Un besito guapísima.
¿No querías sinceridad, Rita? ¡Pues
toma taza y media así, sin vaselina! El chico estaba siendo bien claro y me
vino a decir que aunque volvería a echar un polvo conmigo, eso no llegará a pasar, porque a pesar de que el “ya te digo algo” (equivalente al
“ya si eso te llamo") queramos interpretarlo como que me llamará si se le
tuerce la historia con su María Magdalena y se ve sin otra discípula que le
rece, si se alinean los astros de determinada manera en conjunción con Orión o con
su santísima madre, o si le pica un día de estos; la verdad es seguramente no me llame jamás.
“¿Y para qué te dice eso? ¡Pero
menudo morro!”, dijeron mis amigas.
En qué quedamos, ¿sinceridad sí o
no? Lo que ellas reclamaban en su respuesta son mentiras, pero dichas de verdad, porque entran mejor
que la realidad tal cual es. Un sentido “No eres tú, soy yo” o “En estos
momentos no estoy preparado para enamorarme ni para tener una relación”, que es
lo que he escuchado siempre. Pero qué quieres que te diga, a mí en el fondo me gustó su respuesta y agradecí esa honestidad. Y a otra cosa,
mariposa.
Se dice que las
navidades son la época de la falsedad por excelencia. Es común el
sentimiento navideño de querer parecer mejores personas en estas fechas y
conmoverse con las desgracias que se ignoran el resto del año, sonreír más y
mostrarse más cercano y amoroso con el entorno, sin ser nada de eso. Y en contra
de renegar como hace la mayoría, yo agradezco realmente que existan al menos
unos días al año en los que a la gente no le brota ser horrible y deja
escondido su hijoputismo, aunque sea por aparentar.
Por todo esto amiguitos y
amiguitas, ¡feliz falsedad a todos!