Como atea, admito que en los momentos de angustia he podido sentir envidia por aquellos que profesan una fe religiosa -sea la que sea- ya fuera para poder recurrir a la deidad en cuestión a reclamarle lo que no tengo o lo que me sobra; para poder responsabilizarle de mi desdicha; o para poder agarrarme al resquicio de esperanza del plan que la deidad me tiene preparado, que si es una divinidad supongo que no tendrá maldad, y por lo tanto después de la cal de la angustia, habrá de tener preparada para mí una de arena reconfortante.
Pero como soy más de andar por casa, mis oráculos son los horóscopos. Confieso que los leo sobre todo ante situaciones de desasosiego o en determinadas ocasiones en las que he requerido de grandes dosis de suerte para lograr mi objetivo, en las que he seguido sus absurdas recomendaciones sobre cuestiones como el color o el número de la suerte que tenía que tener en cuenta ese día. Por si acaso. Es como el que recurre a ciertos remedios homeopáticos o de herbolarios para sanar sus males: a veces no está claro que vayan a ayudarte, pero desde luego, mal no van a hacerte.
Reconozco también que he echado mano varias veces de las cartas del tarot para tratar de digerir lo duro de la vida, sabiendo que a pesar de que te puedan revelar alguna maldad, siempre vas a obtener una lectura feliz que te augura una vida más blandita y apacible, haciendo que eso te sirva de empuje para no rendirte. Y es que cuando uno va a que le echen las cartas, en realidad está buscando felicidad: no espera a que le lean la verdad, que para leer las malas noticias ya tenemos el periódico.
Incluso diré que tengo varios libros de autoayuda (como “Mujeres Malqueridas” de Mariela Michelena que me ha inspirado esta entrada y con el que me siento tremendamente identificada). Muchos de los denominados libros de autoayuda no son más que patrañas que te prometen desde sus portadas un mundo feliz y fácilmente conseguible, pero ante situaciones que creemos que no somos capaces de resolver, tienen en la vida del sufridor el mismo efecto que cualquier oráculo o remedio de herboristería: no van a dañarte y quizá te alivien. El refranero español no puede dar más en el clavo con eso de “mal de muchos, consuelo de tontos”, porque cuando uno está jodido por algo, siempre tranquiliza el hecho de saber que hay gente que está igual o peor que tú, que ha pasado por eso, y que incluso ha conseguido ponerle solución gracias al libro… aunque sea mentira.
Con según qué tragedias, lo mejor es pedirle ayuda a un terapeuta. El terapeuta ejerce de amigo eficiente sin invadir tu terreno; hace de consejero infalible pero acierta más que los horóscopos y que las cartas del tarot, y resulta una medicación tranquilizadora mucho más efectiva que la lectura de los libros de autoayuda. Sí, como Woody Allen tengo un terapeuta, y recomiendo que probéis también a poner uno en vuestra vida. Como todos los demás remedios, el único dolor que puede causarte, es el de tu cartera.
Y en un nivel intermedio de todos estos métodos en los que confío cuando algo me atormenta, se encuentran mis amigas: esos hombros en los que llorar por cada piedra en el camino (y mira que soy experta en encariñarme con determinadas piedras); esas orejas perpetuas dispuestas siempre a escuchar todas mis quejas; y en definitiva, esa fuente de energía a la que recurro para obtener aliento ante desgracias, desencuentros, pérdidas irreparables (incluso aquellas que luego no lo son tanto), y ansiedades varias. En medio de la jungla de la vida, llena de peligros y de obstáculos, mis amigas son mi remanso.
En los malos momentos, las amigas son esparadrapos para vendar las heridas, agujas que tras cada batalla zurcen con amor los pedacitos de ti que se habrán preocupado de recoger cuidadosamente, manos firmes que te acompañan, corazones tiernos que te prometen un futuro mejor (ese que según ellas te mereces), amortiguadores de tus caídas, marcos de referencia, asesoras que ante las adversidades inmediatamente se constituyen en “Comando Antiangustias” o “Amigas sin Fronteras”…
Independientemente del grado de implicación que tenga con mis amigas, o a sabiendas de que no puedo esperar lo mismo de todas ellas (pues cada una tiene su “utilidad”), ellas asisten a la retransmisión de los acontecimientos de mi vida, se ilusionan y sufren conmigo, y están siempre ahí sea cual sea la climatología emocional que esté viviendo: borrascas, sol radiante, marejada, nubosidad variable o tsunamis.
Decía Jose Narosky: “Al amigo no le busques perfecto, búscale amigo”. Y yo me escudo en esta cita para justificar mi imperfección y disculparme por los rabotazos que más de una habéis sufrido, y os dedico esta entrada ñoña para recordaros simplemente que os quiero. A las maris, a las nenicas, a la vecina y a mis amigos gayers. Virtuosas todas ellas.
La amistad es un contrato tácito que realizan dos personas sensibles y virtuosas. Los perversos sólo tienen cómplices; los voluptuosos, compañeros de disolución; los comerciantes, asociados; la generalidad de los hombres ociosos, relaciones superficiales; los príncipes, cortesanos. Sólo los hombres virtuosos tienen amigos.(Voltaire, definiendo la amistad en su diccionario filosófico)
NOTAS DE LA QUE SUSCRIBE:
- Los textos en cursiva y color verde son transcripciones (no siempre literales) del libro de Michelena “Mujeres malqueridas”.
- Gayers, ya sabéis, ellas son mayoría, pero entráis en el saco.
- Esta entrada está especialmente dedicada a Eva por su cumpleaños.
- He escogido la imagen de “El Principito” porque lo considero uno de los grandes tratados de la amistad y de otros principios imprescindibles para lograr ser feliz. :-)